Las relaciones europeas en el período de entreguerras se caracterizaron por el espíritu de revancha y las inmensas frustraciones que habían venido acumulando los países que salieron perdiendo después de 1918. En 1940, Alemania era la dueña del continente y, por eso, intentó instaurar un orden que le asegurara la supremacia. Rumanía sufrió amputaciones territoriales, ya que el 30 de agosto de 1940 se le impuso ceder la región de Transilvania del Norte a Hungría. Así, las autoridades húngaras desencadenaron toda una serie de persecuciones contra los rumanos y, a escala más grande, contra los judíos.
El tratamiento general aplicado a la población rumana fue hostil, y los crímenes fueron su resultado lógico. En el año 2000, Dumitru Purcelean oriundo de Bistriţa-Năsăud, recordaba en el Centro de Historia Oral de la Radiodifusión Rumana el tratamiento que las autoridades húngaras aplicaban a los campesionos rumanos incluso cuando querían que estos lucharan como soldados en el ejército húngaro:
”En ’41 empezaron a instruirnos como soldados y si no los saludabas en su lengua –el húngaro- y nosotros no sabíamos la lengua, te daban dos bofetadas y una patada en el trasero diciendo que aquello era para que aprendiéramos a saludar como se debía.
También en el año 2000, el cura Grigore Zăgrean recordaba su experiencia en una parroquia del distrito de Cluj, en 1943.
“Cuando llegué allí había 120 hombres que no se habían presentado para ser instruidos como soldados y mientras estuve allí, dos de ellos, considerados refugiados por las autoridades húngaras, fueron fusilados por la gendarmería húngara. Uno de ellos tenía seis hijos. Fue algo terrible.
La maestra Alexandrina Nap de la localidad de Moisei, cuyo marido había sido arrestado por la gendarmería húngara el 14 de septiembre de 1940, se vio obligada a abandonar el pueblo y refugiarse en un pueblo vecino, Rozavlea, donde permaneció hasta el 9 de noviembre de 1940, cuando regresó a su pueblo para reanudar su trabajo.”
“Fui la única que regresó. El pueblo había sido destruido, las casas quemadas, unas 300 casas con todo lo que había a su alrededor. Lo único que quedaba en pie era la parroquia y la ex escuela parroquial porque estaba junto a la iglesia. Todo lo demás había sido quemado. Unas mil casas. Cuando regresé la escuela había sido quemada, los pupitres estaban en el patio porque en el pueblo había soldados y campesinos que trabajaban en las casamatas y dormían en la escuela. Entonces busqué una casă campesina que aún había quedado intacta y llevé allí los pupitres y lo que quedaba, el archivo que había llevado conmigo, y empecé a hablar con la gente para convencerla a que manden a sus hijos a clases. Logré reunir 95 niños. Más tarde logramos rehabilitar la escuela confesional y así terminó el curso escolar.
La adolescente Ileana Covaci vivió la deportación a los campos de concentración, el trabajo forzado y el tratamiento inhumano.
“Los gendarmes húngaros llegaron durante la noche y nos llevaron a mí y a mi hermana pequeña a la junta donde nos quedamos hasta el día siguiente. Lloramos a mares porque no sabíamos de qué se trataba. En un tren nos llevaron a Viena donde pasamos la noche. Había gente de toda la región de Maramureş, unas 700 personas. Recibíamos muy poca comida, un mínimo para no morirnos de hambre.
Las masacres contra la población civil rumana se desarrollaron esporádicamente a partir del 13 de septiembre de 1940 cuando en el pueblo Ip, distrito de Sălaj, el ejército húngaro mató a 157 rumanos. Hasta el mes de septiembre de1944, cuando las tropas soviéticas y rumanas penetraron en la región de Ardeal, aproximadamente 1000 rumanos habían sido matados bajo acusaciones inventadas por las autoridades húngaras y sus cómplices.
(Steliu Lambru; trad. Victoria Sepciu)
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